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sábado, 3 de octubre de 2020

El lugar que se pierde

 

 
Después de siete años, volví a ver la primera temporada de En Terapia, esta gran serie dramática que en su país de origen se llamó In treatment. Siempre las dramatizaciones de los conflictos que arman las relaciones humanas, los modos como se despliegan y se resuelven, tienen para mí un enorme interés. En los pliegues del cómo se cuenta, es posible ver cómo se subraya o se deja entrever lo del dolor o lo del amor que no puede ser puesto en escena. Esta vez me di cuenta que, además de mirar eso, podía pensar otras cosas. 
  
El mecanismo de trabajo que se despliega en el relato de la serie, la forma como analista y analizante se relacionan, sigue el modelo de la psicoterapia norteamericana, es decir, del sentido común. Los problemas que atraviesan a los diferentes personajes, son conflictos del Yo. Ocurren en esa instancia y pueden corregirse cambiando algunas cosas en ese plano. Se trata siempre de hacer algo o dejar de hacer algo. Eso nada tiene que ver con el Psicoanálisis, empezando por subrayar que a lo largo de las historias, está borrada la incidencia determinante que el inconsciente tiene en la afectación de las situaciones que se despliegan. 
 
Si bien es cierto que en ningún momento se dice que se trate de psicoanálisis, tampoco se dice que no lo sea. Este es el segundo aspecto que quiero puntualizar. Esa estrategia de dejar que la gente crea, de mantener la prescindencia a rajatabla donde hay divisoria de aguas, forma parte de la política de la confusión, que conocemos aplicada a muchos campos. En el terreno que nos ocupa, intenta neutralizar el efecto irritante que el psicoanálisis tiene para el modelo cultural que se irradia desde los medios masivos. Promover el encuentro deseante con el otro y con lo propio, no se parece en nada a satisfacerse apelando al consumo, sea este de sustancias, de personas o de objetos. 
 
Dicho esto, quiero detenerme en un punto de conflicto que ocurre en la cima de uno de esos relatos. La situación muestra cómo opera el amor de transferencia, del lado del analizante y cómo responde (o debería hacerlo) el analista, con su deseo de que la palabra se despliegue y ocupe el espacio. Veremos que — según cómo se resuelva esta tensión— podrá sostenerse o no el lugar del analista y ser conquistada la posibilidad de que el hecho analítico finalmente ocurra. 
 
Dentro del reel de la primera temporada, una de las historias que se cuentan en la serie, trajina lo que le ocurre a Guillermo (el analista, en la piel de Diego Peretti), cuando Marina (analizante y médica, que interpreta Julieta Cardinalli) le declara abiertamente su amor. Desaforadamente, podría decirse.
 
Probablemente uno de los lugares más difíciles de transitar para el analista, sea el de sostener la transferencia. Esa cruz, como la llamó Freud, en un sentido puede leerse como el amor del analizante. Un amor que a todas luces, no tiene destino. No puede tenerlo. Le toca sostener lo que abre, sin involucrarse, sin olvidar que el único sujeto de la sesión es el analizante y que la función del analista es apuntalar ese espacio para que el dispositivo opere. Podrá decirse que funcionó cuando, al final de un recorrido, el analista termine puesto afuera de eso que estuvo circulando allí adentro.
 
Germán García ironizaba sobre esta cuestión, diciendo que no había problemas en que analista y analizante terminaran en la cama. Sólo que ya no habría más posibilidad de análisis allí. 
 
Un desliz, en este punto, puede empujar a la debacle. Y no necesariamente tiene que ser consecuencia de la puja narcisística, ante el propio deseo. Uno podría preguntarse ¿Tiene derecho el analista a dejarse llevar cuando la analizante (en este caso) le dice desembozadamente su amor? Lo pulsional —sabemos— no sigue la regla del derecho. Entonces, ¿es amor lo que desencadena semejante declaración? Y si lo es, ¿de qué tipo de amor se trata? Seguramente no tendremos una respuesta única, porque dependerá del deseo de analizar del analista y de cómo lea él mismo lo que está pasando.
 
Hay que pensar que también para el analista se ponen en marcha fuerzas poderosas que empujan hacia la satisfacción del deseo. Ser sujeto de la pulsión (en el sentido de ser sujeto sujetado, es decir: tomado como objeto, como lo pensaba Althusser), no funciona solamente para el analizante. Por eso la técnica, que sirve muchas veces para navegar en aguas turbulentas, algunas veces puede ayudar a que no se pierda el rumbo. O el lugar, en este caso. 
 
Aunque Marina carga con toda la artillería que tiene, en algún momento de la historia, Guillermo le explica que él no puede responder como ella espera, porque eso sería transgredir los límites éticos que dan marco al análisis. ¿Qué está diciendo? Que no se puede pecar, pero que el pecado existe. Eso es lo que no enuncia, pero pareciera estar implícito. El recitado monocorde de la regla pretende sostener la prescindencia, después de la embestida amorosa. Pero la pulseada está perdida de antemano. El semblante de Guillermo está perforado. Se le nota claramente que trastabilla. 
 
En este punto es donde aferrarse a la técnica podría ayudar: Si en lugar de la explicación (que siempre deja una puerta abierta para que del otro lado se construya la promesa), la devolución viniera por la vía del extrañamiento, la arremetida quedaría desorientada. 
 
 — Estoy enamorada de vos ¿no te diste cuenta? 
— ¿Y?
 
Una respuesta desde el extrañamiento podrá ayudar a indicar a la analizante, devenida amante, que no es ahí donde tiene que poner la libido. La respuesta no está diciendo: yo soy el analista, eso no se puede. Está haciendo: yo soy el analista, no el objeto
 
La delgada línea que separa uno y otro escenario es donde se juega el gran desafío: que la ocurrencia de los hechos no se vaya por el peor camino y que el lugar del analista pueda ser conquistado. En lo que muestra el episodio: Este analista queda en el peor lugar, y en el mismo momento que acepta darle un destino a lo que no lo tiene por definición, la histeria muda a la demandante a otro lugar que no es ese, donde Guillermo, y no el terapeuta, en algún momento, pensó que la encontraría. 
 
 
Puede verse el episodio de En Terapia en https://youtu.be/4eW8cC5TbSM

domingo, 16 de febrero de 2020

El deseo sexual, si es recíproco...

El deseo sexual, si es recíproco, origina un complot de dos personas que hacen frente al resto de complots que hay en el mundo. Es una conspiración de dos.
El plan establecido es ofrecer al otro un respiro ante el dolor del mundo. No la felicidad sino un descanso físico ante la enorme responsabilidad de los cuerpos hacia el dolor.
En todo deseo hay tanta compasión como apetito. Sea cual sea la proporción, las dos cosas se ensartan juntas. El deseo es inconcebible sin una herida.
Si hubiera alguien sin heridas en este mundo, viviría sin deseo.
El cuerpo humano realiza proezas, posee gracia, picardía, dignidad y otras muchas capacidades, pero también resulta intrínsecamente trágico como no lo es ningún cuerpo de animal (ningún animal está desnudo). El deseo anhela proteger al cuerpo amado de la tragedia que encarna y, lo que es más, se cree capaz.
La conspiración consiste en crear juntos un espacio, un lugar de excención, necesariamente temporal, de la herida incurable de la que es depositaria la carne. Ese lugar es el interior del otro cuerpo. La conspiración consiste en deslizarse al interior del otro, allí donde no se les pueda encontrar. El deseo es un intercambio de escondites (hablar de "volver al útero" es una vulgar simplificación).
Tocar una pierna con mano de amante. Que sea para excitar o para relajar no supone diferencia alguna. El tacto aspira a alcanzar, más allá del fémur, la tibia o el peroné, el propio corazón de la pierna, y el amante al completo espera acompañar ese gesto y habitar en él. La pierna de Giacometti, la de la piscina de Eastbourne, tiene que ver (entre otras cosas) con el deseo.
No hay altruísmo en el deseo. Al proncipio están implicados dos cuerpos y la excención, siempre y cuando se logre, les protege a ambos. La excención es inevitablemente breve y, sin embargo, lo promete todo. La excención suprime la brevedad y con ella las penas asociadas a la angustia de lo efímero.
Ante la mirada de una tercera persona, el deseo es un breve paréntesis. Desde dentro, una inmanencia y una entrada en la plenitud. Normalmente la plenitud se considera una acumulación. El deseo revela que es un despojamiento: la plenitud de un silencio, de la oscuridad.


John Berger de Esa belleza